lunes, 19 de febrero de 2018

Los teléfonos inteligentes que vienen con los días contados


Los productos están hechos para que tengan una vida más corta. Esta premisa, que se ha ido imponiendo con las décadas, inquieta a Mateo Sánchez, abogado y profesor del Departamento de Ciencias Jurídicas de Utadeo, quien se ha dedicado a estudiar el motivo por el cual cada día consumimos y desechamos más productos, a mayor velocidad.

Vale decir que la estrategia que tienen algunas empresas de reducir la vida útil de las cosas es conocida como obsolescencia programada. Esta, que consiste en ponerle un límite temporal al normal funcionamiento del producto (ya sea volviéndolo más lento o haciéndolo inservible con el paso de los años), se ha convertido en una práctica común en compañías de tecnología.

Para la muestra, según datos del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, en Colombia se desechan más de 250.000 toneladas de residuos electrónicos al año de productos que dejan de usarse. Esta cifra equivale a un promedio de 5,3 kg de basura electrónica por colombiano, mientras que el promedio mundial está en 7 kg, de acuerdo con la Unesco.

De esta manera, y ante la necesidad cada vez más frecuente que ha tenido Mateo Sánchez de cambiar y desechar su celular o computador, a este abogado le surgen varias preguntas: ¿hasta qué punto pueden las empresas determinar la vida que tienen los objetos que crean? ¿Constituye esto una violación a los derechos del consumidor? ¿Debería regularse?

En la búsqueda de respuestas, Sánchez y los también profesores de Utadeo José Yezid Rodríguez, Andrés Felipe Suárez, Lizeth Ospina, Óscar Vargas y Lina Camacho se sumaron para llevar a cabo un proyecto de investigación que indaga por el estado del arte de la obsolescencia en Colombia.

El trabajo, que se desarrolla en estos momentos, plantea una relación entre la jurisprudencia, la cultura y el medioambiente, entendiendo la obsolescencia como un proceso socialmente construido y culturalmente practicado que afecta diversos ámbitos de la vida cotidiana y, cómo no, de la naturaleza. En esta primera etapa, en la que cuentan con el apoyo de Laura Montaña, María Cecilia López y Diana Carolina Rosas, los investigadores tienen la labor de identificar lo que se ha dicho hasta el momento y ver de qué manera se viene abordando el problema. 

Para ello, buscan en publicaciones científicas, en documentos legales y en fallos judiciales, la relación que existe entre la obsolescencia y la sostenibilidad ambiental, la cultura del consumo y la idea de la costumbre, una de las principales fuentes del derecho.

El trabajo, que apenas empieza, ya ha arrojado algunos resultados. Por ejemplo, los investigadores encontraron que el tiempo de vida de un celular inteligente es de un par de años, aunque no se diga en el empaque. A medida que nuevos modelos salen al mercado, y que la tecnología se desarrolla, los equipos viejos se vuelven lentos y obsoletos.

Entre las prácticas de las que se echa mano para que esto ocurra están las actualizaciones, que generan cambios en el software del equipo y lo saturan con el tiempo; la memoria limitada de los celulares, que los vuelve cada vez más lentos, y la incorporación de piezas que vienen con defectos de fabricación y fallan al cabo de los años. 

Un hecho que confirma esto fue el reconocimiento público que en diciembre hizo la firma Apple –productora de los teléfonos iPhone– sobre la voluntaria ralentización que hace de estos equipos, vía actualizaciones de software, para prolongar la duración de las baterías de ion de litio, cuyo rendimiento disminuye con el tiempo.

Contaminantes a granel
Pero más allá del proceso de elaboración, un tema que preocupa a Andrés Suárez –quien ha dedicado gran parte de su vida académica al tratamiento de las aguas– es la contaminación que genera la mala disposición de las basuras electrónicas: “Las pantallas táctiles están hechas con tintas que contienen metales y las baterías están hechas con litio, que tienen una alta cantidad de metales pesados. Una vez nos aburrimos de los celulares, los botamos a la basura y de ahí llegan a un relleno sanitario. Con las lluvias, los aparatos empiezan a desprender los metales, que se filtran por la tierra hasta llegar a las aguas subterráneas y de ahí, a los ríos y mares”.

Aunque la respuesta más lógica sería producir piezas electrónicas con una mayor duración, para investigadores de la Universidad Técnica de Delft (los Países Bajos), crear piezas que perduren más en el tiempo no necesariamente significa disminuir su impacto en el medioambiente.

“Con el tiempo –aseguran– las nuevas versiones de los productos vendrán con tecnologías más eficientes, y el impacto ambiental de aquellas con una vida de uso más larga será mayor que la de los productos que tengan un sistema de remplazo más sostenible”, dice el experto.

La inevitabilidad de la obsolescencia
Pese a todo, parece que la obsolescencia llegó para quedarse. Según el profesor José Rodríguez, esta práctica ya hace parte de la cultura y estamos acostumbrados a la idea de comprar un nuevo producto en lugar de repararlo.

Así como existen técnicas para hacer que un objeto se vaya degradando con el tiempo, el constante bombardeo publicitario frente al que nos encontramos cumple una labor de degradación u obsolescencia simbólica, al crear la idea en las personas de que los productos nuevos son mejores y que es necesario un cambio frecuente de los aparatos.

Un estudio publicado el año pasado por Herald Wieser, de la Universidad de Mánchester, y Nina Tröger, de la Cámara de Trabajo de Viena, encontró que el promedio de uso de un teléfono móvil es inferior al de un par de jeans, e incluso, de una camisa. Mientras el tiempo de vida de un celular está en aproximadamente 2,7 años, según el estudio, el de los pantalones llega a tres.

“Los resultados de la investigación varían significativamente con respecto a la edad de los encuestados. Es interesante que una gran cantidad de jóvenes están satisfechos con la vida útil de los productos, en comparación con la gente mayor”, dice el estudio.

Por esta razón, aunque el consumo parezca una idea individual, y que cada uno toma la decisión de cuándo comprar, cambiar y desechar, la obsolescencia se ha venido convirtiendo en un comportamiento social, aceptado y deseable, que promueve el consumo desenfrenado.

Pero por ser un problema ético y que afecta al medioambiente, ¿no debería prohibirse?

La investigación de los profesores, que está en curso, pretende generar un avance en el conocimiento científico de este tema y resolver muchos interrogantes, entre ellos, una respuesta desde el derecho.

De momento, una solución a la máquina de producir, consumir y desechar puede ser la sostenibilidad, que consiste en mantener el equilibrio entre los seres humanos y el entorno que nos rodea. Y para ello, se requiere de un compromiso con el uso y la disposición racional de la tecnología.

Fuente:http://www.eltiempo.com

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